jueves, 18 de junio de 2015

San Fabián y San Sebastián

San Fabián

San Fabián era hijo de Fabio. Nació en Roma en el año 200 y murió en la misma ciudad el 20 de enero de 250. Fue el vigésimo papa de la Iglesia Católica. Fue Sumo Pontífice durante catorce años (236-250).

Cuentan que al  morir el papa San Antero el clero, personas ilustres, nobles y fieles creyentes de Roma se reunieron para elegir al nuevo Papa y, estando allí, vieron descender una paloma, la cual se posó sobre la cabeza de Fabián. No habían pensado escogerlo porque todavía no era sacerdote, pero a los allí presentes esa escena les recordó la venida del Espíritu Santo, por lo que no dudaron en elegir a Fabián por unanimidad, fue ordenado sacerdote, consagrado obispo y colocado después en la Silla de San Pedro.

Durante la etapa de su pontificado hubo calma, por lo que, entre otras muchas cosas, se dedicó a organizar la diócesis de Roma en siete distritos. En cada uno de ellos colocó un diácono y fueron los que organizaron la beneficencia, administración y reparto de limosnas a los pobres.

En el año 250 comenzó una persecución sobre los cristianos por orden del emperador Decio y al primero que mandó matar fue al papa Fabián. Su cuerpo fue sepultado ese día en las catacumbas de San Calixto, en la vía Apia de Roma.

Fue a partir de este momento cuando muchos cristianos abandonaron Roma, al igual que otras grandes ciudades, y se dio inicio con los anacoretas la vida eremita. Estos ermitaños fueron famosos por su santidad.

El sarcófago de San Fabián fue descubierto en 1915 en las catacumbas de San Calixto. El culto de San Fabián siempre ha estado unido al de San Sebastián. Los martirólogos más antiguos ponían ya juntos sus nombres y juntos permanecen aun en las letanías de los santos. Ambos se celebran el 20 de enero, en la festividad de los Santos Mártires.

San Sebastián


Sebastián nació en Narbona (Francia) en el año 256, en el seno de una familia militar, noble y cristiana. se educó en Milán (Italia), para seguir la carrera militar de su padre. Se alistó en el ejército romano, precisamente para practicar la religión ocultamente y convertir al cristianismo a sus camaradas y a cuantos gentiles pudiese. Creía que podría hacer un gran servicio a la iglesia. Fue martirizado en el año 288, siendo su fiesta el 20 de enero.

Era Sebastián un soldado valiente y muy apuesto, que formaba parte de la guardia del palacio imperial. El emperador entonces era Diocleciano. Dícese que Sebastián era por él muy apreciado porque tenía un aire guerrero y a la vez sumiso. Se atraía las simpatías de cuantos le iban conociendo. No es extraño, pues, que Diocleciano le hiciese capitán jefe de su guardia personal y le distinguiese con otros honores. Se había ganado la confianza de Diocleciano por haberse destacado en muchas batallas como uno de los soldados más intrépidos y también por sus costumbres ejemplares, alejadas de los libertinajes de la milicia. Pero desde que confesó públicamente ser cristiano se convirtió en pesadilla y obsesión suya. Fue por ello odiado con verdadera ferocidad.

Hacía años que los cristianos de Roma estaban algo tranquilos. Parecía que no habían de volverse a ver unas persecuciones tan duras como las del tiempo de Nerón y otros emperadores. Y aunque había que andar con mucho cuidado, aquella temporada de paz permitió que Sebastián trabajase mucho, propagando la verdadera religión dentro del ejército y entre muchas personas distinguidas de la gran urbe. Es claro que todo debía realizarlo con prudentísimo secreto. Así pudo convertir a Cromacio, uno de los principales personajes de Roma; a los hermanos Marco y Marcelino; a Zoe, esposa de Nicostrato y señora muy ilustre, que bien pronto sufrió el martirio; y a muchos más, que, después, cuando la persecución se renovó, supieron ofrecer generosamente su sangre en defensa de la verdad.

Podía adivinar que se acercaba su martirio y por eso comenzó a prepararse con mucha oración y buenas obras. En efecto, no tardó en ser todo descubierto, llegando a conocimiento del emperador. Y el valiente capitán fue llamado para que diese cuenta de sus actos.
Ni con promesas ni con amenazas pudieron hacerle renunciar a la religión de Jesucristo. Y por eso fue condenado a morir a saetazos, atado a un palo, muy cerca del palacio del emperador. Las flechas fueron hiriendo su cuerpo y llenándolo de sangre. Pero Sebastián iba sonriendo teniendo los ojos brillantes de una alegría celeste. Por fin los cerró, y su cabeza y cuerpo cayeron desfallecidos. Los verdugos lo dejaron creyéndole muerto.

Sin embargo, vivía aún. Una santa mujer, llamada Irene, hizo retirar su cuerpo para darle sepultura, pero, viendo que respiraba, lo hizo llevar a su casa, donde logró reanimarlo, curándose en pocos días todas sus heridas. Entonces, en vez de esconderse, presentóse con más valor que antes al emperador Diocleciano, que se llenó de pánico al verlo, pues le creía ya muerto y sepultado. El Santo Mártir proclamó ante él su fe y le reprendió por su crueldad. Indignado, Diocleciano lo echó de su presencia, mandando que fuese azotado hasta una muerte cierta. Así se cumplió, sin errores, la misión. Tiraron su cuerpo en un lodazal. Los cristianos lo recogieron y lo enterraron en la Vía Apia, en la célebre catacumba que lleva el nombre de San Sebastián, en el lugar donde hoy se levanta la basílica que también lleva su nombre.



(Fotografía: Juan-Miguel Montero Barrado)

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