San Fabián era hijo
de Fabio. Nació en Roma en el año 200 y murió en la misma ciudad el 20 de enero
de 250. Fue el vigésimo papa de la Iglesia Católica. Fue Sumo Pontífice durante
catorce años (236-250).
Cuentan que al morir el papa San Antero el clero, personas
ilustres, nobles y fieles creyentes de Roma se reunieron para elegir al nuevo Papa
y, estando allí, vieron descender una paloma, la cual se posó sobre la cabeza
de Fabián. No habían pensado escogerlo porque todavía no era sacerdote, pero a
los allí presentes esa escena les recordó la venida del Espíritu Santo, por lo
que no dudaron en elegir a Fabián por unanimidad, fue ordenado sacerdote,
consagrado obispo y colocado después en la Silla de San Pedro.
Durante la etapa de
su pontificado hubo calma, por lo que, entre otras muchas cosas, se dedicó a
organizar la diócesis de Roma en siete distritos. En cada uno de ellos colocó
un diácono y fueron los que organizaron la beneficencia, administración y
reparto de limosnas a los pobres.
En el año 250 comenzó
una persecución sobre los cristianos por orden del emperador Decio y al primero
que mandó matar fue al papa Fabián. Su cuerpo fue sepultado ese día en las
catacumbas de San Calixto, en la vía Apia de Roma.
Fue a partir de este
momento cuando muchos cristianos abandonaron Roma, al igual que otras grandes
ciudades, y se dio inicio con los anacoretas la vida eremita. Estos ermitaños
fueron famosos por su santidad.
El sarcófago de San Fabián fue descubierto en 1915 en las catacumbas de San Calixto. El culto de
San Fabián siempre ha estado unido al de San Sebastián. Los martirólogos más
antiguos ponían ya juntos sus nombres y juntos permanecen aun en las letanías
de los santos. Ambos se celebran el 20 de enero, en la festividad de los Santos
Mártires.
San Sebastián
Sebastián nació en
Narbona (Francia) en el año 256, en el seno de una familia militar, noble y
cristiana. se educó en Milán (Italia), para seguir la carrera militar de su
padre. Se alistó en el ejército romano, precisamente para practicar la religión
ocultamente y convertir al cristianismo a sus camaradas y a cuantos gentiles
pudiese. Creía que podría hacer un gran servicio a la iglesia. Fue martirizado
en el año 288, siendo su fiesta el 20 de enero.
Era Sebastián un
soldado valiente y muy apuesto, que formaba parte de la guardia del palacio
imperial. El emperador entonces era Diocleciano. Dícese que Sebastián era por
él muy apreciado porque tenía un aire guerrero y a la vez sumiso. Se atraía las
simpatías de cuantos le iban conociendo. No es extraño, pues, que Diocleciano
le hiciese capitán jefe de su guardia personal y le distinguiese con otros
honores. Se había ganado la confianza de Diocleciano por haberse destacado en
muchas batallas como uno de los soldados más intrépidos y también por sus
costumbres ejemplares, alejadas de los libertinajes de la milicia. Pero desde
que confesó públicamente ser cristiano se convirtió en pesadilla y obsesión
suya. Fue por ello odiado con verdadera ferocidad.
Hacía años que los
cristianos de Roma estaban algo tranquilos. Parecía que no habían de volverse a
ver unas persecuciones tan duras como las del tiempo de Nerón y otros
emperadores. Y aunque había que andar con mucho cuidado, aquella temporada de
paz permitió que Sebastián trabajase mucho, propagando la verdadera religión
dentro del ejército y entre muchas personas distinguidas de la gran urbe. Es
claro que todo debía realizarlo con prudentísimo secreto. Así pudo convertir a
Cromacio, uno de los principales personajes de Roma; a los hermanos Marco y
Marcelino; a Zoe, esposa de Nicostrato y señora muy ilustre, que bien pronto
sufrió el martirio; y a muchos más, que, después, cuando la persecución se
renovó, supieron ofrecer generosamente su sangre en defensa de la verdad.
Podía adivinar que
se acercaba su martirio y por eso comenzó a prepararse con mucha oración y
buenas obras. En efecto, no tardó en ser todo descubierto, llegando a
conocimiento del emperador. Y el valiente capitán fue llamado para que diese
cuenta de sus actos.
Ni con promesas ni
con amenazas pudieron hacerle renunciar a la religión de Jesucristo. Y por eso
fue condenado a morir a saetazos, atado a un palo, muy cerca del palacio del
emperador. Las flechas fueron hiriendo su cuerpo y llenándolo de sangre. Pero
Sebastián iba sonriendo teniendo los ojos brillantes de una alegría celeste.
Por fin los cerró, y su cabeza y cuerpo cayeron desfallecidos. Los verdugos lo
dejaron creyéndole muerto.
Sin embargo, vivía aún.
Una santa mujer, llamada Irene, hizo retirar su cuerpo para darle sepultura,
pero, viendo que respiraba, lo hizo llevar a su casa, donde logró reanimarlo,
curándose en pocos días todas sus heridas. Entonces, en vez de esconderse,
presentóse con más valor que antes al emperador Diocleciano, que se llenó de
pánico al verlo, pues le creía ya muerto y sepultado. El Santo Mártir proclamó
ante él su fe y le reprendió por su crueldad. Indignado, Diocleciano lo echó de
su presencia, mandando que fuese azotado hasta una muerte cierta. Así se
cumplió, sin errores, la misión. Tiraron su cuerpo en un lodazal. Los
cristianos lo recogieron y lo enterraron en la Vía Apia , en la célebre
catacumba que lleva el nombre de San Sebastián, en el lugar donde hoy se
levanta la basílica que también lleva su nombre.
(Fotografía: Juan-Miguel Montero Barrado)
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