Recuerdan las personas mayores sobre las costumbres de sus antepasados que cuando un padre repartía el patrimonio entre los hijos, éstos, como norma, quedaban obligados a darle todos los años 100 kilos de trigo, 100 kilos de patatas, 32 litros de aceite y otros productos como alubias, garbanzos, etc.
El desajumerio
Otra costumbre muy típica era el desajumerio, un localismo que viene de humero, el cañón de la chimenea por donde sale el humo. Consistía en quemar hierbas olorosas, como orégano, poleo, romero, diferentes clases de tomillo, etc., saltando después sobre la humareda con la esperanza de curar las enfermedades de aquella época: paludismo, fiebre tifoidea, tos ferina, etc. Puedo atestiguar cómo mi madre en cierta ocasión, por indicación de las mujeres del pueblo, me cogió en sus brazos y saltó estando yo con la difteria. Este evento se hacía siempre el jueves de Corpus Christi, una vez recogidas y amontonadas parte de las hierbas que habían estado haciendo de alfombra durante el paso de la procesión.
Los juegos
Los mozos también tenían su patrimonio de instrumentos de juegos. El material estaba bajo la custodia de un mozo y sin su permiso no se dejaba que lo utilizara nadie que no se hiciera responsable. Lo normal es que jugasen entre ellos, pero había fechas en las que competían con equipos de pueblos colindantes. Cada juego tenía sus propias normas. Voy a poner varios ejemplos.
La barra de hierro, que lanzaban desde un punto determinado. El vencedor era el que la tiraba más lejos.
La calva, para la que utilizaban un rulo o marro y un madero. El juego que consistía en lanzar el rulo e intentar dar en la parte superior del madero.
Una pelota, para jugar a lo que su nombre indica.
En la rayuela participaban tanto los mayores como los mozos. Pasaban grandes ratos y, además, para darle más énfasis, se jugaban alguna pequeña cantidad de dinero. Demostraban su habilidad. Se trazaba una línea recta de 3 metros aproximadamente y en el centro se hacía un hoyo. En la cabeza de éste se clavaba un palo o navaja y entonces los jugadores se colocaban a una distancia de 5 metros y con dos monedas de 10 céntimos, de aquellas tan grandes y hermosas que por entonces existían (las perragordas), hacían lanzamientos que podían tener los siguientes puntos: 8, si daba en el palo y caía en el hoyo; 6, si daba en el palo y quedaba tocando la línea; 4, si daba en el palo; y 2, si caía en el hoyo.
Éstos son solamente algunos de los juegos que servían para divertirse en el pueblo. Hoy todos ellos han quedado para el recuerdo.
Los mozos
Todos los años había aspirantes para entrar a formar parte del grupo de los mozos. Para ello cada uno tenía que pagar cuatro cuartillos de vino, o sea, 2 litros, con lo que celebraban una fiesta. De esta manera pasaban a tomar parte con todos los derechos en las actividades, como bailes, juegos, etc. Dentro de este grupo había algunos mozos que creían ser los más valientes y fuertes, y entre otras canciones cantaban ésta:
Mozos hay,
mozos hay en la ribera,
los hay de media polaina,
los hay de polaina entera,
y para remate de su fortaleza,
cuando llevan el pendón,
no hay viento que se lo mueva.
También, como prueba de su valentía, paseaban sin farol por las calles del pueblo en la completa oscuridad de la noche.
A sus fiestas acudía gente de otros pueblos. Después de los bailes se organizaba algún añadido, como teatro, comedia, etc. Los forasteros eran bien acogidos, pero los gevatos, para curarse en salud, cantaban esta curiosa canción:
Para los forasteros que se asoman a los altos
y oyen el tamboril, dicen:“fiesta habrá”
Ésos corren como galgos a ocupar el mejor lugar.
Pero los que sean de una legua, que vayan y vengan,
y los que sean de dos, que traigan la merienda.
Cazadores
A través de los siglos en Valdelageve siembre hubo magníficos cazadores, posiblemente los más finos de la comarca. Llegaron a esta perfección al poseer casi todos los hombres armas que necesitaban para defenderse y proteger frecuentemente a sus rebaños de cabras, ovejas y vacas de las manadas de lobos, que incluso en el invierno se adentraban en el pueblo para llevarse animales domésticos. También las utilizaban para la caza de conejos, liebres, perdices, jabalíes, etc., que les servía como ayuda al sustento.
En ocasiones, llegados al pueblo después de unas largas y monótonas jornadas de trabajo, se reunían las cuadrillas de mozos y mayores en las bodegas, donde asaban algún conejo, para luego, con gran animación y alegría, comerlo regado con un agradecido vino de cosecha propia. Para terminar la fiesta se organizaba un baile al son de la gaita y el tamboril.
En la actualidad sigue habiendo cazadores, aun más finos y con mejor puntería, dada la sofisticación de las armas. De ahí que las cacerías, cuando está abierta la veda, sean un gran éxito.
El parto
Al no tener médico en el pueblo, lo normal, salvo excepciones, es que las mujeres pariesen en casa y sin su presencia. No obstante, nunca estaban solas, pues siempre había a su lado en esos momentos tan especiales, bonitos y maternales algunos seres de su confianza. También estaba presente una señora que, dados sus conocimientos, ayudaba y hacía las veces de comadrona.
El parto solía hacerse en la cama o, más frecuentemente, sobre la lancha de la lumbre, lugar donde extendían una alfombra con dos sábanas limpias, que era el lecho donde se tumbaba la parturienta.
El sistema, tanto en la cama como en la lancha, era el mismo. Primero calentaban agua y en otra cazuela ponían a cocer una cuerda con el fin de desinfectarla. Tan pronto como el niño nacía, lo primero que hacían era cortar el cordón umbilical para separarlo de la madre, atándolo con un trozo de cuerda pequeña. Con el resto de la cuerda se ataba por un extremo el cordón de la placenta y el otro a una de las rodillas de la mujer hasta que poco a poco iba saliendo la placenta.
Mientras unas acompañantes se brindaban a atender a la madre, otras se dedicaban en cuerpo y alma a limpiar al niño, ponerle su nueva ropa para entregárselo con toda rapidez a la madre, que lo reclamaba. Al verlo, lo más frecuente era que la primera frase que salía de su garganta fuese: “¡Que guapo es mi niño”!... o mi niña.
Canciones de ronda
En las fiestas o en cualquier otro momento especial y entre dos luces todos los quintos, en compañía de los demás mozos, salían a rondar a las mozas, acompañados de algunas guitarras y laúdes, pero siempre esperando una respuesta cariñosa, tierna o apasionada por parte de ellas. Como eran muchas las canciones, voy a escribir solamente algunas:
Niña, qué bonita eres.
No me canso de mirar,
niña, qué bonita eres.
No me canso de mirar,
pero no me atrevo a hablar,
porque no sé si me quieres.
Si me quieres, dímelo.
Si me quieres, dímelo.
Y si no, dime que me vaya,
no me tengas al sereno,
que no soy un cántaro de agua.
oOo
Dicen que no nos queremos,
dicen que no nos queremos,
porque no nos ven hablar.
A tu corazón y al mío
se lo pueden preguntar.
oOo
El amor es como una fragua
donde se funde el cariño.
Unas veces soy el yunque
y otras el martillo.
Cuando vengas a buscarme,
no traigas los labios pintados,
para que no diga la gente
que nos hemos besado.
oOo
Enfrente de tu ventana
está la luna parada,
porque no la deja entrar
la hermosura de tu cara.
oOo
Qué bonita está tú parra
con el racimo colgando.
Más bonita está una niña
de catorce a quince años.
oOo
Ya se van los carnavales,
la feria de las mujeres.
La que no tenga marido,
que aguarde al año que viene.
oOo
Enfrente de tu ventana
hay un guindo garrafal
donde cuelgas el candil
para verte desnudar.
Y para acabar este punto quiero narrar un dicho que en gran parte de la comarca lo conocen y recuerdan, aun con alguna variante. Ocurrió que durante una tarde de tormenta Valdelageve tuvo la mala suerte que sobre la espadaña de la iglesia cayese un rayo y la campana se rompiera. Entonces el sr. Alcalde mandó una nota al obispado de Coria en la que escuetamente decía:
“Pueblo de Valdelageve, campana rota”. A lo que el sr. Obispo de la diócesis, contestó: “El que la haya la roto, que compre otra”.
Sinceramente, me hubiese gustado seguir contando más anécdotas, pero pienso, que sobre este tema, uno comienza, pero no sabe cuando termina.
El desajumerio
Otra costumbre muy típica era el desajumerio, un localismo que viene de humero, el cañón de la chimenea por donde sale el humo. Consistía en quemar hierbas olorosas, como orégano, poleo, romero, diferentes clases de tomillo, etc., saltando después sobre la humareda con la esperanza de curar las enfermedades de aquella época: paludismo, fiebre tifoidea, tos ferina, etc. Puedo atestiguar cómo mi madre en cierta ocasión, por indicación de las mujeres del pueblo, me cogió en sus brazos y saltó estando yo con la difteria. Este evento se hacía siempre el jueves de Corpus Christi, una vez recogidas y amontonadas parte de las hierbas que habían estado haciendo de alfombra durante el paso de la procesión.
Los juegos
Los mozos también tenían su patrimonio de instrumentos de juegos. El material estaba bajo la custodia de un mozo y sin su permiso no se dejaba que lo utilizara nadie que no se hiciera responsable. Lo normal es que jugasen entre ellos, pero había fechas en las que competían con equipos de pueblos colindantes. Cada juego tenía sus propias normas. Voy a poner varios ejemplos.
La barra de hierro, que lanzaban desde un punto determinado. El vencedor era el que la tiraba más lejos.
La calva, para la que utilizaban un rulo o marro y un madero. El juego que consistía en lanzar el rulo e intentar dar en la parte superior del madero.
Una pelota, para jugar a lo que su nombre indica.
En la rayuela participaban tanto los mayores como los mozos. Pasaban grandes ratos y, además, para darle más énfasis, se jugaban alguna pequeña cantidad de dinero. Demostraban su habilidad. Se trazaba una línea recta de 3 metros aproximadamente y en el centro se hacía un hoyo. En la cabeza de éste se clavaba un palo o navaja y entonces los jugadores se colocaban a una distancia de 5 metros y con dos monedas de 10 céntimos, de aquellas tan grandes y hermosas que por entonces existían (las perragordas), hacían lanzamientos que podían tener los siguientes puntos: 8, si daba en el palo y caía en el hoyo; 6, si daba en el palo y quedaba tocando la línea; 4, si daba en el palo; y 2, si caía en el hoyo.
Éstos son solamente algunos de los juegos que servían para divertirse en el pueblo. Hoy todos ellos han quedado para el recuerdo.
Los mozos
Todos los años había aspirantes para entrar a formar parte del grupo de los mozos. Para ello cada uno tenía que pagar cuatro cuartillos de vino, o sea, 2 litros, con lo que celebraban una fiesta. De esta manera pasaban a tomar parte con todos los derechos en las actividades, como bailes, juegos, etc. Dentro de este grupo había algunos mozos que creían ser los más valientes y fuertes, y entre otras canciones cantaban ésta:
Mozos hay,
mozos hay en la ribera,
los hay de media polaina,
los hay de polaina entera,
y para remate de su fortaleza,
cuando llevan el pendón,
no hay viento que se lo mueva.
También, como prueba de su valentía, paseaban sin farol por las calles del pueblo en la completa oscuridad de la noche.
A sus fiestas acudía gente de otros pueblos. Después de los bailes se organizaba algún añadido, como teatro, comedia, etc. Los forasteros eran bien acogidos, pero los gevatos, para curarse en salud, cantaban esta curiosa canción:
Para los forasteros que se asoman a los altos
y oyen el tamboril, dicen:“fiesta habrá”
Ésos corren como galgos a ocupar el mejor lugar.
Pero los que sean de una legua, que vayan y vengan,
y los que sean de dos, que traigan la merienda.
Cazadores
A través de los siglos en Valdelageve siembre hubo magníficos cazadores, posiblemente los más finos de la comarca. Llegaron a esta perfección al poseer casi todos los hombres armas que necesitaban para defenderse y proteger frecuentemente a sus rebaños de cabras, ovejas y vacas de las manadas de lobos, que incluso en el invierno se adentraban en el pueblo para llevarse animales domésticos. También las utilizaban para la caza de conejos, liebres, perdices, jabalíes, etc., que les servía como ayuda al sustento.
En ocasiones, llegados al pueblo después de unas largas y monótonas jornadas de trabajo, se reunían las cuadrillas de mozos y mayores en las bodegas, donde asaban algún conejo, para luego, con gran animación y alegría, comerlo regado con un agradecido vino de cosecha propia. Para terminar la fiesta se organizaba un baile al son de la gaita y el tamboril.
En la actualidad sigue habiendo cazadores, aun más finos y con mejor puntería, dada la sofisticación de las armas. De ahí que las cacerías, cuando está abierta la veda, sean un gran éxito.
El parto
Al no tener médico en el pueblo, lo normal, salvo excepciones, es que las mujeres pariesen en casa y sin su presencia. No obstante, nunca estaban solas, pues siempre había a su lado en esos momentos tan especiales, bonitos y maternales algunos seres de su confianza. También estaba presente una señora que, dados sus conocimientos, ayudaba y hacía las veces de comadrona.
El parto solía hacerse en la cama o, más frecuentemente, sobre la lancha de la lumbre, lugar donde extendían una alfombra con dos sábanas limpias, que era el lecho donde se tumbaba la parturienta.
El sistema, tanto en la cama como en la lancha, era el mismo. Primero calentaban agua y en otra cazuela ponían a cocer una cuerda con el fin de desinfectarla. Tan pronto como el niño nacía, lo primero que hacían era cortar el cordón umbilical para separarlo de la madre, atándolo con un trozo de cuerda pequeña. Con el resto de la cuerda se ataba por un extremo el cordón de la placenta y el otro a una de las rodillas de la mujer hasta que poco a poco iba saliendo la placenta.
Mientras unas acompañantes se brindaban a atender a la madre, otras se dedicaban en cuerpo y alma a limpiar al niño, ponerle su nueva ropa para entregárselo con toda rapidez a la madre, que lo reclamaba. Al verlo, lo más frecuente era que la primera frase que salía de su garganta fuese: “¡Que guapo es mi niño”!... o mi niña.
Canciones de ronda
En las fiestas o en cualquier otro momento especial y entre dos luces todos los quintos, en compañía de los demás mozos, salían a rondar a las mozas, acompañados de algunas guitarras y laúdes, pero siempre esperando una respuesta cariñosa, tierna o apasionada por parte de ellas. Como eran muchas las canciones, voy a escribir solamente algunas:
Niña, qué bonita eres.
No me canso de mirar,
niña, qué bonita eres.
No me canso de mirar,
pero no me atrevo a hablar,
porque no sé si me quieres.
Si me quieres, dímelo.
Si me quieres, dímelo.
Y si no, dime que me vaya,
no me tengas al sereno,
que no soy un cántaro de agua.
oOo
Dicen que no nos queremos,
dicen que no nos queremos,
porque no nos ven hablar.
A tu corazón y al mío
se lo pueden preguntar.
oOo
El amor es como una fragua
donde se funde el cariño.
Unas veces soy el yunque
y otras el martillo.
Cuando vengas a buscarme,
no traigas los labios pintados,
para que no diga la gente
que nos hemos besado.
oOo
Enfrente de tu ventana
está la luna parada,
porque no la deja entrar
la hermosura de tu cara.
oOo
Qué bonita está tú parra
con el racimo colgando.
Más bonita está una niña
de catorce a quince años.
oOo
Ya se van los carnavales,
la feria de las mujeres.
La que no tenga marido,
que aguarde al año que viene.
oOo
Enfrente de tu ventana
hay un guindo garrafal
donde cuelgas el candil
para verte desnudar.
Y para acabar este punto quiero narrar un dicho que en gran parte de la comarca lo conocen y recuerdan, aun con alguna variante. Ocurrió que durante una tarde de tormenta Valdelageve tuvo la mala suerte que sobre la espadaña de la iglesia cayese un rayo y la campana se rompiera. Entonces el sr. Alcalde mandó una nota al obispado de Coria en la que escuetamente decía:
“Pueblo de Valdelageve, campana rota”. A lo que el sr. Obispo de la diócesis, contestó: “El que la haya la roto, que compre otra”.
Sinceramente, me hubiese gustado seguir contando más anécdotas, pero pienso, que sobre este tema, uno comienza, pero no sabe cuando termina.
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