Creo que no mencionar en este cuaderno a la tía Consuelo, o la Patrona , como también muy cariñosamente la llamábamos, no es de ser un buen nacido y más siendo yo el gevato al que tanto cuidó y mimó durantes los dos años que allí pasé.
Efectivamente, su nombre era Consuelo, pero como por aquella época eran muchos los matrimonios que estaban emparentados, de ahí surgió la palabra tío y tía para designar a las personas mayores.
Si mal no recuerdo creo que nació en los Estados Unidos, de padres gevatos que allí fueron, como por aquella época se decía, “a hacer las Américas”. De niña regresó a España, pero más concretamente al pueblo de sus padres, Valdelageve.
Cuando yo la conocí era una persona mayor, vestía con sayas negras y siempre llevaba un pañuelo del mismo color en la cabeza. Tenía un rostro que infundía serenidad, cuya imagen, según estoy escribiendo estas líneas, la tengo retenida en mis pupilas y siempre la tendré por sus múltiples cualidades que en su momento narraré.
Cuando mi padre llegó a Valdelageve a ocupar la plaza de maestro nacional en el año 1934, se hospedó en su casa, en la que estuvo durante siete años. Este tiempo no pudo ser mejor, tanto en atenciones como en el trato. Buenos y sanos eran los consejos que recibía y más para él, teniendo en cuenta que las costumbres eran muy diferentes. En una palabra, fue exactamente igual que una madre. Mi padre iba a la escuela muy elegante y pulcro, que era una de sus virtudes, dada la forma en que había sido educado, pero esto fue complementado con la ayuda de tía Consuelo. Con todo esto quiero decir que fue una grandísima señora.
Al casarse mi padre con mi madre en el año 1940 fue cuando se cambió de casa, pero casualmente a la vivienda contigua, que es precisamente en la que nació el gevato que escribe estas líneas. Allí vivieron tres años más, hasta que mi padre sacó la oposición para municipios de más de diez mis habitantes y se marchó a Tolosa, en la provincia de Guipúzcoa.
Yo la conocí, con conocimiento de causa, claro está, con trece años y a partir de ahí fueron varios los veranos que pasé en su casa. Razón tenía mi padre cuando repetía siempre que salía la conversación lo siguiente: era una persona muy bondadosa, y todo lo que salía de su boca eran palabras cariñosas y con mucho conocimiento. Y todo ello logrado por afición a la lectura, lo que la hizo ser una señora tan culta. De ahí emanaban esas cualidades que acabo de narrar.
Para que esto quede bien aclarado, en cierta ocasión, en unos de los viajes a mi pueblo, fui acompañado por don Luis Santos Gutiérrez, Catedrático de Anatomía de
Sobre tía Consuelo ya he escrito algo en el capítulo “Reencuentro con mi pueblo”, pero para que a todos los lectores “se os haga la boca agua” voy a recordaros las ricas ensaladas de tomate que preparaba, como todo lo que hacía. Y para que entren en el tema también voy a recordarles que era la madre de Emilio, a quien he dedicado el escrito titulado “En recuerdo de mi amigo del alma, Emilio”.
No quería extenderme más en este tema, porque creo que me he explayado suficientemente. Solamente por mi forma de ser espero que esté, y no lo dudo, en
(Foto: Juan-Miguel Montero Barrado)
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