Quiero deciros que en el mundo hay cinco ciudades santas que disponen del privilegio de celebrar, cuando corresponda, el Año Jubilar a perpetuidad. Son Jerusalén, Roma y en España, Santiago de Compostela, Santo Toribio de Liébana (Cantabria) y Caravaca de la Cruz (Murcia). Por supuesto, a los tres lugares de España he acudido: siete veces a Santiago, dos a Santo Toribio de Liébana y una, precisamente en septiembre del pasado año, a Cruz de Caravaca.
El comienzo
Mi ilusión ha sido narraros mis vivencias de algunas de mis andanzas. Por ser la última, he pensado que esta peregrinación, hecha desde Murcia a Caravaca de la Cruz en el mes de septiembre, era la más apropiada. Además, siendo con mi propia asociación, es decir, yo solo, por lo que no necesitaba compañía, quería sentirme como siempre me he considerado: un verdadero peregrino solitario. En ésta, de verdad, estaba muy preparado mentalmente. Llevaba esperando siete años -¡se dice bien, siete años!-, que es cuando se celebran los años jubilares y que, por motivos que ahora no recuerdo, me fue imposible realizarla en 2003.
Salí muy temprano de Salamanca para llegar a Madrid y enlazar con el tren que me dejó al mediodía en Murcia, tiempo suficiente para cargar con mis dos mochilas y el bordón o palo redondo con una contera puntiaguda de hierro en la parte de abajo. Lo primero que hice fue sellar mi credencial y salir de la ciudad buscando el lugar donde poder comenzar el camino. Muchas vueltas, preguntas y tiempo me llevó, pero con la tranquilidad, serenidad y paz interior que tenía, algo totalmente anormal en mí, llegué al lugar deseado: el comienzo del “Camino del Apóstol”. Paré y descansé para comer unos bocadillos. El tiempo corría, pues ya eran las tres de la tarde, y tenía que recorrer aún 28 kilómetros. Tal como me encontraba, con un equilibrio que nacía dentro de mi corazón, comencé a caminar para poder llegar al pueblo de Mula. El tiempo no era el más apropiado, pues hacía mucho calor y el cielo estaba gris. Tal es así que algunas gotas de agua me cayeron durante el camino, pero eso no fue óbice para que mi marcha resultase muy regular.
Pero llegó el momento de recapacitar, pensar y alegrarme de cómo todo había transcurrido hasta ese momento. Pese al billete que extravié antes de montar en el tren de Madrid-Murcia, que en otra ocasión me hubiese alterado, esta vez me sentí lleno de paz, esperando a que llegase el revisor y todo se arreglase, como así sucedió. Después de haber llegado en perfectas condiciones a Murcia y haber logrado alcanzar el punto de salida, nada fácil, comencé el peregrinaje. Transcurridos varios kilómetros, según mi costumbre, empecé a pensar en mi familia, amigos, peregrinos, en algunas personas concretas, en mí mismo, porque rezar, meditar, pedir, invocar es algo primordial para todo aquel que se sienta peregrino.
Pero mucha atención, en cada etapa también es necesario administrar muy bien los tiempos: al principio, en el intermedio o finalizada la misma, en la que es necesario buscar lugar para poder descansar, algo que resultó muy difícil en ésta. Al llevar pocos años activa, no están acondicionados los lugares, siendo casi inexistentes los albergues.
En esta primera etapa mi cuerpo y mi espíritu se sentían tan contentos y satisfechos, que canté mucho. Todos sabéis lo que me gusta cantar. Como soy muy observador, mi vista se iba recreando viendo las hermosas y fértiles huertas murcianas: los viñedos con sus racimos de uvas negras y los frondosos árboles. También pasé por lugares desérticos, que me recordaban un poco al terreno que pisé cuando estuve en los poblados saharauis, sólo que esta tierra es blanquecina por ser caliza.
Primer día descanso
El tiempo corría y mis piernas también. Quería llegar en perfectas condiciones y lo antes posible. La luminosidad del día cada vez era más corta, pero todo resultó satisfactorio. Pasadas las 7 de la tarde llegué a la ansiada población de Mula. Busqué un albergue para poder dejar todo el peso, descansar, asearme, etc., pero a quienes preguntaba, me indicaban un hotel. Una persona me aseguró que el hotel era lo mejor para emprender al siguiente día el camino, pero el precio que me podía costar eran unos 50 euros. ¡No, no, no!, un peregrino debe llevar dinero, eso debíamos saberlo todos, pero pagar esa cantidad, imposible. Di vueltas, seguí preguntando, pero… ¿para que tenía a mis ángeles de la guarda, la Santísima Virgen Guadalupana y el Santísimo Papa Juan XXIII? Una vez concluido mi deseo, os lo contaré.
Sin concretar nada, subí a ver la parroquia de Santo Domingo de Guzmán. Digo que subí, porque está en lo más alto del pueblo, casi junto al castillo. Allí me encontré con un matrimonio joven, que tenía una niña y estaba esperando a que abriesen la puerta. Me dijeron que querían ver al Divino Niño Jesús de Mula. Mientras estuvimos hablando y, al contarle mi caso, me dijeron lo mismo que los demás referente al lugar de descanso. Yo seguí insistiendo con toda la amabilidad y pasado un tiempo, al no venir el párroco, pregunté dónde vivía y me fui a su casa con la esperanza de que nos abriese la iglesia y me ofreciera alojamiento. Como no estaba, volví a subir para decírselo al matrimonio joven, que estaba cuidando mis mochilas. Al final decidimos marcharnos, si bien antes le dije al joven que me hiciese una foto. Al bajar, viéndome tan cargado, me invitaron a subir a su coche, pero, mira por dónde, durante el corto trayecto pensaron: “¿por qué no ir a la concejalía de Juventud?”. Hasta allí me llevaron y, mira qué suerte, estaba abierta. Nos recibió una señorita muy agradable y bonita a la vez, que era la secretaria. El matrimonio le expuso mi caso y luego contesté a sus preguntas, de tal manera que le faltó tiempo para llamar a un concejal del ayuntamiento, que en pocos minutos ya tenía autorización para quedarme a dormir en el edificio de la concejalía. Me despedí del matrimonio y su niña, y también de la secretaria, porque ya no los volvería a ver. De esa manera Juan-Miguel pudo pasar una noche en Mula sin tener que gastarse una cantidad de dinero excesiva a todas luces para un peregrino.
Una vez dejado el equipaje y haberme aseado un poco, como estaban en fiestas volví a subir a ver la iglesia de Santo Domingo de Guzmán y al Divino Niño Jesús de Mula, que lo habían traído desde la ermita donde habitualmente está. Postrado ante Él, oré y di las gracias a mis ángeles de la guarda por todo lo bien que me había resultado el viaje en tren, la etapa del camino y el acomodo, y pedirles apoyo para el siguiente día.
Después bajé de la iglesia, entré en lo que yo llamé albergue, me duché, poniéndome después el traje de noche, para comerme finalmente unos bocadillos, tomar mis pastillas y meterme en el saco de dormir, que era ya la hora.
Segunda etapa
Al siguiente día, antes de las siete de la mañana ya estaba en camino. La etapa terminaba en Bullas. Recorridos tres kilómetros aproximadamente y con poca luz pasé cerca de la ermita del Divino Niño Jesús de Mula. Ahora tenía que encontrar el verdadero camino, llamado Vía Verde, que es el trayecto por donde pasaba la vía del ferrocarril, pero que una vez anulada fue asfaltada y es por donde este peregrino tenía que caminar. En los indicadores figuraba el nombre de Vía del Apóstol. La pisada era muy dura y recalentaba mucho los pies. En una frase: era un camino no apto para peregrinos. Al no haber otro, no tuve más remedio que seguirlo. Había muchas subidas, pero Juanmi estaba muy entero. La mañana era serena y muy apropiada para comenzar a pensar, meditar y orar, acordándome de unos y de otros. De esta manera tan confortable iba pasando kilómetro tras kilómetro. Cuando caminas, es mejor no pensar en ello. El peregrino sabe los kilómetros que va a hacer y el tiempo aproximado que va a tardar en llegar al destino.
Quiero hacer un descanso en este relato y pasar a recordar lo que algunas veces me ha sucedido mientras transitaba por otros caminos.
Al ser una persona solitaria dentro de este tipo de marchas, hay momentos en que me encuentro muy feliz cuando camino en la dulce y hermosa soledad. Me da tiempo no solamente a pensar, sino a recrearme mirando los paisajes o las cosas más simples cuando paso a su lado, porque cada una tiene su encanto: la vegetación, con o sin flores, el ver revolotear a los pájaros, oírlos trinar en cualquier momento y, al pasar por un bosque, escuchar el sonido mecedor de las hojas de los árboles movidas por el viento. Todo ello hace que mi cuerpo y mi mente se vayan sensibilizando de tal manera que la paz y la calma me invaden, el tiempo transcurre con mayor rapidez sin darme cuenta y mi caminar es más distendido.
En esta peregrinación no he tenido la suerte de pasar por ningún paraje como el que acabo de narrar. Si lo he descrito, es porque mientras caminaba, venía a mi mente el recuerdo de esas y otras emociones vividas en diferentes marchas.
Pero no siempre sucede lo mismo, de ahí que los peregrinos tengamos que estar preparados sin dar mayor importancia a todo tipo de adversidades o momentos dulces que se puedan presentar.
En esta ocasión, dada la zona por la que me movía y al ser para mí un terreno totalmente desconocido, veía las cosas de otra manera, ni mejores ni peores, sino simplemente diferentes. Durante las primeras horas de la mañana, entre viña y viña, podía ir cogiendo algún racimo de uvas para humedecer mi garganta y este detalle tan simple hacía que en mi cara se reflejase más alegría y mi caminar fuese más alegre. También, durante esas horas, una de las cosas más llamativas y agradables fue que mientras pasaba algunos puentes, veía en las hondonadas verdes valles poblados de feraces y grandiosas huertas. Estas atrayentes vistas duraban poco tiempo y en seguida volvían a aparecer los secarrales.
Antes de entrar en la siguiente población, Bullas, el terreno volvió a embellecerse con ese color verde, que nunca cansa y sí te llena de felicidad. Eran las once y media pasadas cuando accedí a la Oficina de Información y Turismo para sellar mi credencial. Mientras la señorita lo hacía, yo le pregunté: “¿hay algún albergue en esta ciudad?”, a lo que me contestó que no. Lo medité y saqué una conclusión: “¿cómo voy a esperar hasta mañana para hacer la próxima etapa?”. Ella movía los hombros, sin decirme nada y sin atreverse a aconsejarme, porque, creo, vio en mí la voluntad de seguir y hacer las dos etapas en un solo día, como así fue.
Pero lo que a continuación hice fue entrar en una cafetería, donde pedí para beber y comer. Pagué y me acomodé en un lugar lo más lejano de la barra, donde no hubiese nadie. Aproveché para sacar una toalla, ir a los servicios, mojar bien la cabeza, el rostro, el tórax, el abdomen y los pies, o pieses, como yo digo vulgarmente, con el fin de refrescarme y poder volver a caminar en unas condiciones más óptimas, pues el calor ya se iba dejando sentir.
Tercera etapa, en el mismo día
Siguiendo el itinerario que me marcó la señorita, que aún lo tengo en mi mente, caminé por el término de Bullas al menos 3 kilómetros hasta llegar a enlazar con la Vía Verde. Comencé la marcha con muchas ganas y, dada mi condición física, veía la cosa factible. Además me ahorraba un día de camino. Desde el comienzo el entorno que me rodeaba lo veía muy monótono: tierra blanquecina con algunos matojos de hierba seca, es decir, paisajes austeros, algo que el peregrino encuentra algunas veces a su paso. Había casas o chaletes, todos ellos cerrados, pero llegó un momento en que pensé que debería reponer fuerzas. Llegué a un lugar con sombra, solté las mochilas, me senté, comí dos o tres bocadillos y una manzana, y sin más continué el camino. El calor me iba agobiando y me sentía más a gusto andando que sentado. Menos mal que durante unos kilómetros caminé entre pinos. ¡Qué alegría!, al menos iba cubierto por sombras y se notaba un poco el vientecillo. En este tramo aparecían viñas, pero con esa temperatura era imposible coger un racimo y menos comerlo, porque una diarrea se hubiese desencadenado en poco tiempo. También volví a ver algún valle con huertas y palmeras, lo que hacía que la vista se fuese recreando un poquillo. Pero el calor iba en aumento.
La soledad era lo que menos me importaba, porque mi fuerza de voluntad es algo innato en mí y más aún en mi condición de peregrino. Conociendo cómo entre algunas de las adversidades se encuentran el cansancio, los dolores, el hambre, el frío y en mi caso el calor, todo aquello que iba viendo y sintiendo, hacerlo bello, hermoso y, lo más importante, introducirme en el sentido evangélico, acogiendo en él a todos los que me rodean para llegar a través de este camino de sacrificios hasta el peregrino Jesús, que quiso acompañarnos y enseñarnos a avanzar con los pies heridos por la dureza del camino y con la mirada fija en el más allá.
Llegó un momento en el que intenté sentarme a la sombra de una casa solitaria al lado de la carretera, pero era tan grande el calor que me fue imposible aguantar. El agua la llevaba bien controlada. Volví a reanudar la marcha, pero cuál fue mi sorpresa que a pocos metros, al salvar un badén, observé a pocos kilómetros un pueblo grande: era Cehegín. Seguí caminando de la misma forma hasta llegar a él, pero con tal suerte que, antes de adentrarme en el pueblo, me encontré con una cafetería ubicada en una lonja. Esta me sirvió para descansar, refrescarme igual que en Bullas, tomarme un bote de Aquarius, luego un segundo, y acompañarlos con dos sangüises vegetales. Entretanto, entablé conversación con uno de los grupos que allí se encontraban y el rato se me hizo agradable. Antes de despedirme les pregunté: “¿cuántos kilómetros me quedan para llegar a Caravaca de la Cruz?” Me contestaron que sólo siete y que en media hora podía estar allí. Me hicieron reír e hicimos apuestas verbales. Al final les hice otra pregunta, esta vez “¿cuántos kilómetros he caminado desde Mula?”, a lo que me contestaron que de 45 a 48, más o menos. Terminada la charla, cargué con mis mochilas, cogí el bordón, que hace mucho que no lo mencionaba, y salí del lugar para reanudar la marcha.
A Dios gracias la Vía Verde estaba muy cerca y la cogí con ganas, pero andados un par de kilómetros la dolencia que tengo en el talón izquierdo, una talalgia, comenzó a molestarme. El calor cada vez apretaba más, lo que hizo que mi ritmo disminuyese. El tiempo iba transcurriendo y apenas avanzaba, cuando en la lejanía vislumbré Caravaca. El caminar era cada vez más lento, mi dolor era también más agudo y el calor… Eran los componentes que hacían sentirme verdaderamente un sufridor peregrino. A pesar de ello no desistí, llegué al polígono, que me sirvió, primero, para ir al cobijo de las sombras y, segundo y principal, encontrar una cafetería, que me sirvió para descansar, si es que puedo decir esa palabra en las condiciones que llegaba y que me vio la camarera, que era precisamente una sudamericana muy simpática. Intentó animarme, algo que le agradecí enormemente, pero esas bonitas palabras no las aprobaba mi mente. Me tomé uno y luego un segundo Aquarius, casi consecutivos, y después de darle las gracias salí para continuar mi camino con el deseo de llegar a la meta.
Pasados cien o doscientos metros casualmente vi una señal peregrina que me indicaba girar a la izquierda para seguir por el Camino del Apóstol. Este giro seguramente estaba hecho a propósito para que los peregrinos no cruzásemos gran parte de la ciudad, teniendo por ello que rodearla en parte.
Creedme, de verdad, que caminados unos pasos, a partir del desvío y dada la situación en que me encontraba, con unos dolores terribles en el talón, los sudores, el cansancio, no por los kilómetros recorridos, sino por la lentitud en que había caminado el último tramo, casi desde Cehegín, noté cómo de mis ojos salían unas lágrimas. Entonces pensé en Jesucristo, rememorando su propio trance y preguntándome: “si yo ahora mismo voy agotado, dolorido, ¿cómo lo pasarías Tú, cargado con una cruz, dándote latigazos y subiendo al monte Calvario?”. Este pensamiento hizo que mis lágrimas aumentasen y que mis ideas quedasen aún más grabadas en mi mente. Yo sabía y reconocía que mi sufrimiento era muy inferior, pero que también estaba pasando por un calvario. Lo que sí puedo asegurar es que mi mente y mi persona iban totalmente tranquilas. Sigo insistiendo que a mis lados llevaba a los ángeles de la guarda, uno a mi derecha y otro a mi izquierda.
Al entrar en la ciudad mis lágrimas fueron desapareciendo, mi mente iba cavilando sobre dónde poder encontrar un albergue para descansar. Todo esto me llevó un tiempo.
Posteriormente me tocó vivir una experiencia poco grata para un peregrino, al menos para mí, siendo también hospitalero y haber tratado con muchos peregrinos. Preguntando varias veces, llegué al albergue, pero nada más entrar noté algo muy extraño y pensé: “¿un albergue para peregrinos?. No puede ser”. Y efectivamente, al entrar vi la recepción como la de un hotel, hablé con las señoritas que allí se encontraban y me dijeron que sí, que era un albergue, pero para turistas. Entonces, asomando la cabeza por la ventanilla, vi situado a la izquierda a un fraile de la orden carmelita, entré en conversación con él y me dijo que la estancia de una noche costaba 38 euros. Yo le hice ver que era un peregrino y que como tal no podía ni debía gastarme ese dinero por pasar una noche. El fraile, con una sonrisa sarcástica, defendió su negocio y yo mi situación, pero no hubo remedio. Lo que sí es cierto es que sensibilidad y amor por el prójimo, al menos conmigo, no lo demostró. ¡Qué pena! Recapacitando después sobre esta situación, hay algo que le hubiera dicho: “mira, si yo estuviese en tu lugar y más siendo hospitalero, te hubiese proporcionado una cama gratis”. Ante mi insistencia, llamaron a la Oficina de Información y Turismo, para terminar diciéndome que dentro de unos minutos vendrían a buscarme con un coche. Mientras tanto me dijeron que me sentara en el banco que está en el patio a la derecha.
Salí y una vez localizado el banco, en vez de sentarme, me tumbé todo lo largo que era, para quedarme dormido ipso facto. Noté en ese momento, y hoy sigo consciente de ello, que estaba totalmente roto. El tiempo que tardó en llegar el coche, lo desconozco. Lo que sí recuerdo es que la persona que se presentó como Luciano se portó desde ese mismo instante como un verdadero amigo, me ayudó a meter los aperos en el coche y, ya en camino, me fue informando de todo aquello que debía conocer y cómo debía obrar al siguiente día, sobre todo para llegar a la Basílica, ahorrándome algo más de un kilómetro.
Al llegar abrió el albergue, que, por cierto, estaba vacío, lo cual me extrañó y se lo pregunté, respondiéndome: “es que ahora en septiembre no vienen peregrinos por el calor que hace”. Es ahí cuando se me ocurrió preguntarle: “Luciano, ¿cuántos kilómetros hay desde Mula hasta Caravaca?”. Después de calcularlo, me contestó que de 52 a 55.
El albergue estaba situado en un alto, a tres kilómetros aproximadamente de la ciudad. Era precioso, tanto por fuera como por dentro. Hablamos, le pagué los 18 euros estipulados, que ya es bastante, me lo dejó todo preparado, me dio las llaves y me dijo la forma que tenía que actuar por la mañana, no sin antes invitarme, caso de que me encontrase bien, a dar un paseo y visitar las Fuentes del Marqués. Me encontraba tan escacharrado, que no me acuerdo de lo que le dije. Se despidió muy amablemente, porque así lo demostró desde el principio, y allí me vi yo solito para comenzar a seguir mis pautas diarias con toda la tranquilidad. De verdad, no tenía fuerzas para nada y el talón estaba machacado. Después de ducharme, cenar y tomarme los medicamentos me puse el traje de noche, coloqué el saco encima de la cama y a dormir, que mi cuerpo lo necesitaba.
Fase final de la peregrinación
Por la mañana me levanté algo más tarde que el día anterior, pero al encontrarme bastante mejor, sin pensarlo dos veces salí a pasear y ver las Fuentes del Marqués. El recorrido era totalmente llano. Había jóvenes corriendo por los caminos del paraje y algunas personas paseando o sentadas en los bancos. Serían más o menos las 9 de la mañana y el tiempo era el ideal. Con la misma tranquilidad y serenidad que me venía acompañando durante toda la marcha, caminé a paso corto. Además la máquina de fotos que llevaba en mis manos me sirvió para hacer algunas. El lugar era lo más hermoso que había visto en mucho tiempo. El parque o paraje en algunos lugares estaba cubierto de árboles tan frondosos que había zonas por las que casi no pasaban los rayos del sol. Encima, al moverse un poco el viento, escuchaba el armonioso sonido de las hojas de los árboles, que unido al gorjear de los pájaros y ver a las ardillas cruzar el camino y trepar a los árboles, notaba cómo la alegría salía a relucir, lo que continuó el tiempo que allí estuve. Observé el curso del río y sus aguas silenciosas, y paseé durante casi una hora hasta llegar al mismo nacimiento del río, donde brotaban dos hermosos manantiales, conocidos con el nombre que lleva el parque: las Fuentes del Marqués. Allí estuve sentado sobre la tierra, observando tal belleza.
El regreso fue exactamente igual de tranquilo y acogedor. La llegada al albergue fue muy satisfactoria. Entré en él para cargar con las mochilas, coger el bordón y tomar la dirección de la Real Basílica Santuario de la Santísima y Vera Cruz, lugar donde daría por finalizada mi peregrinación. La subida desde la iglesia de El Salvador se me hizo un tanto trabajosa, ya que transcurría por una serie de calles y escaleras que, según iba avanzando, se iban estrechando. Esto me recordaba a las calles por las que caminó Jesucristo cargado con la cruz. Digo esto, porque toda la subida la hice pisando escaleras, dando giros y aguantando otra vez ese calor que se dejaba sentir cada vez más según se iba incrementando la pendiente. Pero, sinceramente, mereció la pena volver a sufrir, aunque para ello tuviera que llegar sudado y emocionado por los momentos que había rememorado.
Al pasar por un arco y ver la basílica, que fue un momento memorable, mis piernas se aceleraron, a pesar del dolor que tenía en el talón, para llegar y entrar en ella. Necesitaba culminar mi jubileo, primero con la confesión, que fue muy entrañable, dirigida por un sacerdote de color. Ver el templo, coger sitio en el primer banco, donde dejé toda mi carga para ir a venerar la Cruz de Caravaca, que es un “Lignum Crucis”; toma este nombre, al tener la Cruz en el interior, tres trocitos de madera del tronco donde murió Jesucristo. Allí estuve postrado delante de ella hasta poco antes de comenzar la Santa Misa. La ceremonia resultó muy emotiva y más aún cuando colocaron la cruz en el ara. Después de unas oraciones recibimos la bendición, pero el culmen llegó cuando fui a besarla. Además fui el primero, que es el que más tiempo tiene para mirarla, adorarla y venerarla.
Una vez terminada la ceremonia fui a recoger el diploma que acredita mi peregrinación a la Real Basílica de la Vera Cruz. De esa manera concluyó mi deseo anhelado durante siete años.
Fotos: Juan-Miguel MonteroBarrado
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